Fue entonces cuando apareció tras de mí un niño azul, era un niño sabio. Su azul no era un azul opaco, si no capas luminosas de tonos grises y azulados, era como la luz de una mañana brumosa que despeja a un cielo raso.Se sentó frente al espejo mirándome, señaló mi rostro sonriendo y su sonreir estaba libre de toda malicia. Aquel crío tenía un encanto angelical, sin ñoñerías, era todo simpatía. No habló, pero cuando volví a mirar mi reflejo entendí con claridad el conocimiento que de él brotaba. Sentí la pureza de un corazón recién nacido y cómo la vida lo va desvirtuando con los años. Comprendí la diferencia. La madurez es una ilusión, una justificación a los pecados.
Conmovido, lloré amargamente, cada arruga un exceso, cada error un lamento. Derramé cántaros de lágrimas sobre mi conciencia para purificarla, y así se limpiaba, y así me limpiaba.Y mi rostro relucía cada vez más limpio, cada vez más nuevo, clarificando toda comprensión del presente, perpétuo, lúcido. Poco a poco una sensación de alibio vino a mí, calmándome sin prisa, despejando toda duda. Cuando un corazón es tocado por lo más puro y virginal las excusas se desvanecen pues estas pertenecen al tiempo y la impecabilidad a la eternidad. Dejando así al difunto solo frente al Juez, sumido en un estado de nostalgia, pesar de una originalidad perdida.
Yo lloraba, él me sonreía.
Y sonriendo me comunicó:
"Todo lo que no puedas contar a un niño te aleja de la pureza."
Me fue esclarecedora. De regreso a la vida ponerla en práctica es difícil.
Los recién nacidos caminan recto en la senda de regreso hacia el Señor.
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